En Song of Solomon, Milkman Dead nace cuando un vendedor de seguros se suicida no sin antes decir que su intención era volar. Marcado de nacimiento con un apellido de plomo, Milkman también busca volar. Un momento de revelación llega cuando es consciente de los nombres de las personas que lo rodean, son nombres marcados por el anhelo, los errores, gestos, marcas, imperfecciones, eventos. Si vuela o no al final, es porque pudo desprenderse de ellos.
Kimberly llegó a La Casa Azul cargando solo con su nombre y el de sus hermanos. No sabemos con certeza cómo se escribe su nombre, no hay un registro que respalde. El papá no figura, la abuela pareciera cargar con todo el dolor del mundo, la mamá trabaja como recicladora y en los primeros días de La Casa, apareció drogada.
Sergio: Ve, Majo, ¿vos le vas a dar clase hoy a Kimberli?
Majo: Sí, obvio, ojalá vaya
Majo: Maria, Kimberly te escribió una carta
Maria: ¿Qué dice?
Majo [Kimberly (¿Kimberli?)]: Profe te kiero mucho
Entra a La Casa. Mira hacia abajo con timidez y como recogida. A veces mira alrededor, su mirada se clava en los libros que no entiende, pero intuye. Responde solo a lo que le preguntan y prefiere mirar las actividades de las profes desde lejos.
Majo y Jenny: ¿Quién está en la ventana?
Todos: ¡Ana! ¡Ana!
Majo y Jenny: ¿Qué tiene esa empanada?
Todos Kimberly bajito: ¡Nada! ¡Nada! Se ríen, ella sonríe.
La Casa Azul está llena de ruidos deseables. Los niños gritan, se emocionan, se exasperan con sus compañeritos, con una, ríen sin temor. Son transparentes con sus emociones, es fácil saber si les gustó lo que planeaste. Cuando Jenny y yo hicimos la actividad de los muñequitos quitapesares les preguntamos a los niños a qué le tenían miedo.
A la oscuridad
A quedarme sola
A que se muera mi mamá
Kimberly respondió que a la oscuridad. Era la primera vez que hablaba en público. Ese momento, en apariencia insignificante y corriente, se sintió como una pequeña victoria.
A veces toca ir a su casa para llamarla. Lo que en otros niños podría leerse como pereza, olvidos de los papás, correr con vueltas, vivir lejos y llegar con el pulmón en la mano y un par de minutos tarde, en su caso es, simplemente, que se le pasó el tiempo: ¿cómo una niña que no va al colegio va a tener una noción clara de las 2:00pm? Su medidor son los programas de televisión, los nacionales. Me acuesto cuando se acaba La viuda negra. Los sábados veo Sailor Moon. Yo todavía me acuerdo de los horarios del colegio, tenía noción del tiempo porque sabía la hora en la que salíamos a descanso. No hay mamá o papá a qué acudir. Tenemos a la abuela doliente y un tío malandro. Una vez fui a buscarla con Lily a su casa. Nos atravesaron tres miradas, la de Kimberly y sus hermanos, al abrir la puerta. So much sadness in their eyes, dijo Lily en el camino. Yo no pude decir nada.
Con la profe Stefy el reto era mayor. Todos tenían que exponerse a hablar en público, inventar historias in situ, sacar palabras de una bolsa imaginaria y decir todas las que se vinieran a la mente en un minuto, jugar lleva, emitir toda clase de sonidos, trapear el piso con el cuerpo, hacerte escuchar de todas las formas. Y siempre, en algún punto, montar una escena y presentarla al público. Al principio, Kimberly conquistó el corazón de quienes asistían a las profes, pues no había la más mínima posibilidad de que ella se parara al frente de todos a decir cualquier cosa. Fue ahí, de manera subrepticia que, uno a uno, fue conquistando el corazón de todos. A María Antonia ya se la había ganado.
Kimberly: Profe, ¿me presta colores?
Profe, ¿le ayudo a repartir?
Profe, le hice esta carta.
Profe, ¿usted sabe tocar esto? Señalando la guitarra.
Majo: No, Kimberly.
Aprendería solo para enseñarte, pienso.
Kimberly: Profe, ¿sabe cuándo hay clase de cocina?
Como en el caso de muchos -la mayoría- la clase de cocina es la favorita de Kimberly. Se me ocurren todas las razones obvias, pero siendo muy rebuscada, creo que en cocina pueden ver materializado su aprendizaje, amasarlo, olerlo y echarle un poquito más de sal, o darse cuenta de que les hizo falta mantequilla. Y como si eso no fuera ya algo grande, se lo comen y es puro placer. Eso debería ser el conocimiento para todos. En la clase, Kimberly sigue toda las instrucciones, le pregunta a Dania si le está quedando bien, de vez en cuando le da un consejo a niños de otra mesa. Ya siente que puede dar un consejo, bien.
Nunca se me ocurriría pensar en Kimberly como una niña pasiva. Puede que de pronto silenciada por el peso del olvido, de la necesidad, de un mundo restringido. Pero apenas vio los libros cogió uno, y apenas tuvo la oportunidad, rasgó las cuerdas de la guitarra. Agarró los colores, preguntaba cosas bajito. Tan pronto tuvo herramientas, las usó. Y por eso, aunque ante la pregunta, ¿cuál es tu barrio? ella respondiera “Colombia”, era la que respondía correctamente las preguntas de comprensión de lectura. Porque es curiosa y sabe escuchar. Empezó a llevarse libros para su casa, a dar abrazos, a dejarse querer.
Me dio una alegría enorme verla actuar en una escena. Era un personaje secundario, una niña que junto con otras le hacía bullying a la ñoña del salón. Me reí cuando le jaló el pelo, cuando le dijo boba. Cuando caminó como en una pasarela mascando chicle como Rosalía. Lo mejor es que se la veía tranquila, a gusto.
Ella canta, pasito, pero canta en los rompehielos de Sergio. Hace el baile de la ensalada y del chipichipi. Cuando me busca con la mirada yo me siento la más importante. Tiene ese don.
En el evento de Halloween no pudo bailar “Thriller” con los demás, porque llegó tarde, pero me atrevo a decir que sí se hubiera lanzado. Ese día, sin embargo, pasó algo importante: me dijo que sí quería que yo le enseñara a leer. Me lo dijo con los ojos, esos que cada vez se ven un poco menos apagados. En nuestra primera sesión revisamos las vocales, las bailamos con la canción “La barca” de Luis Pescetti. Las gritamos. Me gusta mucho cuando habla duro. Le pedí que hiciera una lista de las palabras que sabe escribir:
Nicole
Kimberly
Te amo
I love you
Te quiero mucho
Tres quintos de amor, dos nombres. Estábamos regias para empezar. Las palabras del amor y de la identidad iban abriendo paso a las otras. Ahora esa lista es un poco más larga. Kimberly conoce las letras del alfabeto y sabe cómo suenan. Puede escribir palabras cortas si reitero en su sonido. Es capaz de leer oraciones breves, muy despacio todavía, pero lo logra. Es una esponja, aprende muy rápido.
Todavía me responde, “no sé”, cuando yo sé que sí sabe. Su voz es suave y sus expresiones, breves. No asume el mando espontáneamente, como otros niños. Tampoco es extrovertida y demandante. Pero Kimberly es, quizá, la presencia más contundente de La Casa. La que está allí, sin aparataje, sin bombos ni grandilocuencias. La que ojea los libros, ayuda a los más pequeños y da abrazos por detrás. Y ahora, la que participa en todas las actividades (¡si la vieran bailando!). La que hace una falta terrible cuando no va.
Volviendo al principio, no sé cuál sea el apellido de Kimberly, el peso que viene de generaciones atrás. A veces hasta mejor así, porque tenemos la capacidad de reescribir su historia, de dar giros en la trama y ver expectantes cómo nos lleva a asistir al maravilloso y tremendo evento -en la pista de La Casa Azul- de verla volar.
Por María José Espinosa
Formadora de Educambio
Literata Universidad de Los Andes
Becaria del MPhil in Comparative Literature de la Universidad de Cambridge
Revisión y edición por:
Sara Abadía, estudiante del Masster in Fine Arts in Creative Writing de NYU
María José Espinosa, becaria del MPhil in Comparative Literature de la Universidad de Cambridge.